Hoy es diecinueve de diciembre y se supone que
faltan dos días para el fin del mundo. Como antesala, hoy llueve en Santiago y
las señoras de la capital ponen el grito en el cielo, cielo que se parte con
los chubascos pronosticados para el día de hoy.
En Maipú, sin embargo, la lluvia es precaria. Precaria
como tantas otras cosas en esta comuna: la vivienda, la educación, la salud
(sobre todo, la salud). Y nos negamos su precariedad a cada instante en la
pretendida y pretenciosa comodidad de nuestras casas pareadas de dos pisos, de
nuestros pasajes protegidos por rejas, de nuestros barrios cada vez más seguros
gracias a la caseta de guardia instalada en la esquina o en la plaza.
Llegué a vivir aquí a los cinco años, hace casi
exactos diecisiete, un quince de diciembre de 1995. Antes con mi familia
vivíamos en el Barrio Franklin, en una casa pequeña y pobre que hoy le
pertenece a una tía. De lo poco que recuerdo, la casa era muy oscura y yo
compartía con alguno de mis hermanos una de las piezas del fondo. En ese tiempo
éramos cinco hermanos (se nos sumaría un sexto tres años después) y la casa no
daba abasto, por lo que mis papás tomaron la decisión de cambiarse, buscando
dejar atrás las modestas condiciones en que vivíamos. Postularon a un subsidio
y vinimos a dar aquí, a esta casa ubicada cerca del paradero nueve de
Pajaritos, que por entonces era una calle llena de árboles –aunque yo no podría
dar cuenta de eso– y que a simple vista prometía a mi familia y a tantas otras
familias una mejor calidad de vida.
Sin embargo, mis papás no encontraron nada de
lo que estaban buscando, y yo creo que no lo saben. La casa nueva era mucho más
bonita que la de Franklin, pero seguíamos viviendo hacinados y la familia
seguía creciendo. En 1998 llegó a la casa mi hermano chico; dos años después
nació mi primer sobrino, y así. Tuvimos que agrandar la casa, pero yo seguí
compartiendo pieza con dos de mis hermanos hasta muy grande. Y la plata no
alcanzaba, como tampoco alcanzaba cuando vivíamos en la comuna de Santiago. Pero
nada de eso importaba, porque teníamos un mall cerca de la casa (aunque tuviera
piso de madera), uno que otro supermercado y ya a fines de la década de 1990 se
escuchaba fuerte el rumor de que llegaría el Metro hasta nuestras tierras.
Hace algunos años, el suelo de madera del mall
mutó en cerámica. Hoy el mall tiene dos pisos y se construyen varias tiendas
que se inaugurarán, supongo, durante el próximo año. Hace poco, también,
llegaron los bares y restaurantes caros, los expendios de sushi o de cualquier
otra comida hip del momento, viniendo a desplazar tanto a la práctica de tomar
en una cuneta o en una plaza como a las papas fritas de los bajones. El Metro
llegó a Maipú con unos años de retraso. Con más de diez años de retraso,
quizás. Poco importa. Los maipucinos sabemos esperar porque estamos
acostumbrados. Llevamos más de veinte años esperando. La llegada del Metro y
del comercio es la llegada del esperado progreso a nuestra comuna, pero un
progreso del que nosotros no podemos sentirnos parte porque todas las mañanas
subimos los tres (o cuatro) pisos de la estación Las Parcelas para viajar en
condiciones inhumanas a nuestros destinos, y porque lo único que encontramos al
venir a vivir aquí fue la libertad de consumir y de desperdiciar dinero que no
tenemos en placeres burgueses más propios de Providencia que de acá. Maipú es
la comuna ícono de una “clase media emergente”, o, dicho en feo, de pobres que
alguna vez quisieron salir del hoyo en el que estaban metidos en sus comunas de
procedencia. Por eso es una comuna que se blanquea y se niega constantemente a
sí misma, porque a los maipucinos nos da vergüenza nuestro origen mugriento y
roñoso, porque viviendo aquí creemos (más aun, queremos) ser tan normales como
la gente de Ñuñoa. Pero sabemos que ni tan en el fondo –más bien en la
superficie– somos otra periferia urbana más. Y el olor a pobre es algo que no
se sale ni con ropa de marca ni con perfumes caros, mucho menos si estos son
adquiridos con tarjeta de crédito en cuotas y con pago diferido.