miércoles, 19 de diciembre de 2012

Maipú, o el sueño americano que no fue


Hoy es diecinueve de diciembre y se supone que faltan dos días para el fin del mundo. Como antesala, hoy llueve en Santiago y las señoras de la capital ponen el grito en el cielo, cielo que se parte con los chubascos pronosticados para el día de hoy.
En Maipú, sin embargo, la lluvia es precaria. Precaria como tantas otras cosas en esta comuna: la vivienda, la educación, la salud (sobre todo, la salud). Y nos negamos su precariedad a cada instante en la pretendida y pretenciosa comodidad de nuestras casas pareadas de dos pisos, de nuestros pasajes protegidos por rejas, de nuestros barrios cada vez más seguros gracias a la caseta de guardia instalada en la esquina o en la plaza.

Llegué a vivir aquí a los cinco años, hace casi exactos diecisiete, un quince de diciembre de 1995. Antes con mi familia vivíamos en el Barrio Franklin, en una casa pequeña y pobre que hoy le pertenece a una tía. De lo poco que recuerdo, la casa era muy oscura y yo compartía con alguno de mis hermanos una de las piezas del fondo. En ese tiempo éramos cinco hermanos (se nos sumaría un sexto tres años después) y la casa no daba abasto, por lo que mis papás tomaron la decisión de cambiarse, buscando dejar atrás las modestas condiciones en que vivíamos. Postularon a un subsidio y vinimos a dar aquí, a esta casa ubicada cerca del paradero nueve de Pajaritos, que por entonces era una calle llena de árboles –aunque yo no podría dar cuenta de eso– y que a simple vista prometía a mi familia y a tantas otras familias una mejor calidad de vida.
Sin embargo, mis papás no encontraron nada de lo que estaban buscando, y yo creo que no lo saben. La casa nueva era mucho más bonita que la de Franklin, pero seguíamos viviendo hacinados y la familia seguía creciendo. En 1998 llegó a la casa mi hermano chico; dos años después nació mi primer sobrino, y así. Tuvimos que agrandar la casa, pero yo seguí compartiendo pieza con dos de mis hermanos hasta muy grande. Y la plata no alcanzaba, como tampoco alcanzaba cuando vivíamos en la comuna de Santiago. Pero nada de eso importaba, porque teníamos un mall cerca de la casa (aunque tuviera piso de madera), uno que otro supermercado y ya a fines de la década de 1990 se escuchaba fuerte el rumor de que llegaría el Metro hasta nuestras tierras. 

Hace algunos años, el suelo de madera del mall mutó en cerámica. Hoy el mall tiene dos pisos y se construyen varias tiendas que se inaugurarán, supongo, durante el próximo año. Hace poco, también, llegaron los bares y restaurantes caros, los expendios de sushi o de cualquier otra comida hip del momento, viniendo a desplazar tanto a la práctica de tomar en una cuneta o en una plaza como a las papas fritas de los bajones. El Metro llegó a Maipú con unos años de retraso. Con más de diez años de retraso, quizás. Poco importa. Los maipucinos sabemos esperar porque estamos acostumbrados. Llevamos más de veinte años esperando. La llegada del Metro y del comercio es la llegada del esperado progreso a nuestra comuna, pero un progreso del que nosotros no podemos sentirnos parte porque todas las mañanas subimos los tres (o cuatro) pisos de la estación Las Parcelas para viajar en condiciones inhumanas a nuestros destinos, y porque lo único que encontramos al venir a vivir aquí fue la libertad de consumir y de desperdiciar dinero que no tenemos en placeres burgueses más propios de Providencia que de acá. Maipú es la comuna ícono de una “clase media emergente”, o, dicho en feo, de pobres que alguna vez quisieron salir del hoyo en el que estaban metidos en sus comunas de procedencia. Por eso es una comuna que se blanquea y se niega constantemente a sí misma, porque a los maipucinos nos da vergüenza nuestro origen mugriento y roñoso, porque viviendo aquí creemos (más aun, queremos) ser tan normales como la gente de Ñuñoa. Pero sabemos que ni tan en el fondo –más bien en la superficie– somos otra periferia urbana más. Y el olor a pobre es algo que no se sale ni con ropa de marca ni con perfumes caros, mucho menos si estos son adquiridos con tarjeta de crédito en cuotas y con pago diferido. 

3 comentarios:

περσίς dijo...

prima hermana de la florida. igual la negación es una forma extraña de felicidad, ami.

Romina Reyes dijo...

yo creo que las casas pareadas son algo así como un sentimiento, o una marca que le queda a toda la gente de por allá. La ilusión de ver una casa grande de lejos que son dos chicas de cerca.
Según yo, hay que dejar de pensar en la pobreza como un lugar que se abandona.

queer-Bitch. dijo...

También soy de ese lado de la periferia, de Cerrillos, que está al lado y que mucha gente de maipú mira en menos, sin darse cuenta que la realidad es la misma, alguna vez sitios grandes con casonas aisladas, pero ahora lleno de casas de gente pobre,aunque en cerrillos al menos ni siquiera clase media, porque no basta con vivir en casa pareada, esas son las menos, la gente más "pudiente" de las antiguas poblaciones, junta su plata y con la ayuda de un subsidio se compra el departamento en el block, donde no sólo vive gente al lado, sino que arriba y abajo y siguen igual de apilados sólo que con menos posibilidades de "privacidad", además del detalle de no poder "ampliar", porque no hay pá' dónde...

Ese arribismo que uno ve en gente de su comuna que de pronto cree que porque le dieron tarjeta y tiene "capacidad de endeudamiento" se cree bkn y se pasea feliz por los malls, y no bastándoles con el plaza oeste o el arauco maipú, se van ahora al costanera center, se compran ropa que no pueden pagar, comida que se sale de todo presupuesto y son felices creyendo que son parte de un lindo sistema...
un mierda :P