(A ratos pienso que deberíamos acabar con las universidades, pero después de meditar un poco se me pasa lo insu. Con todas las contradicciones que encierra ese espacio, a la universidad le agradezco dos cosas muy importantes: en primer lugar, me dio una formación teórica y política que hasta antes de entrar yo no tenía, y en segundo lugar, me hizo conocer a algunas de las personas más importantes de mi vida. Esta historia es –un poquito– sobre ambas cosas.)
Con el Luis nos conocimos en el año 2009 en la Facultad de Filosofía. Estudiábamos distintas carreras, pero teníamos algunas personas en común y compartíamos un curso sobre la cultura sefardita. A esto hay que agregar, en honor a la verdad, que nos habíamos mirado de reojo en varias oportunidades en los pasillos de la facultad y en las clases, en una suerte de joteo sutil y adolescente, como suelen hacer los maricones inexpertos o trancados. A raíz de esto, un día nos agregamos a Facebook y comenzamos a hablar a través de ese medio, que resultó ser algo así como nuestro Messenger personal, reactualizando de una u otra forma nuestro pasado de tribus urbanas.
Reconozco haberme puesto sumamente nervioso la
primera vez que hablamos en persona, que –si no me equivoco– fue en la
biblioteca de la facultad. El Luis iba subiendo la escalera y yo iba a bajar
cuando nos topamos. Fue todo muy accidentado y muy ridículo (como casi todo lo
que hoy hacemos: accidentado y ridículo). Desde ese momento comenzamos a
frecuentarnos un poco más hablando ocasionalmente en los recreos y en las
ventanas sobre las escasas cosas interesantes que teníamos para hablar. Una vez
nos juntamos a conversar en los pastos que están al lado del cenicero, cuando
eran bonitos y cuando todavía quedaba un poco de pasto, cuando no existía la
escalera y cuando había huachos jugando fútbol en Calama y uno que otro turri fumando
paraguas en las gradas, y sobre todo, sobre todo cuando existía Calama. Nos
recuerdo nerviosos. Recuerdo una discusión tibia e inconducente sobre las
marchas por la diversidad sexual. Ahora pienso que quizás no fue tan
inconducente. A fin de cuentas, fue esa la primera vez que discutimos, de
manera muy rudimentaria y con las escasas herramientas que traíamos desde
nuestro origen social, sobre algo-así-como una dimensión política de la
sexualidad. Lo cual no deja de ser. En otra oportunidad, durante ese mismo año,
nos juntamos en el Parque San Borja. Estábamos en una banca, éramos unos
polluelos y hacía frío. Hoy pienso esa escena con alguna canción de la Javiera
Mena de fondo. Esa vez, los dos nos encontramos con ex compañeros zorrones del
colegio que habían triunfado y que ahora estaban estudiando en la Facultad de
Economía. Y nosotros ahí, tirados en la banca, constatando nuestro fracaso: por
colas, por pobres, por ambas cosas juntas.
Me cuesta explicarme cómo llegamos desde ese
punto hasta ahora. Las cosas se sucedieron de manera muy vertiginosa. En el
2010, cuando dejó de ser tema el asumirse cola en la universidad, y habiendo realizado
algunas reflexiones menos toscas que antes sobre lo mismo, comenzamos a
participar en actividades feministas (y algunas no tanto, cabe destacar) y en
una que otra marcha. Sin cachar mucho para dónde iba la micro, fuimos tanteando
el terreno y nos pegamos varios tropezones. Nos empezábamos a formar a tientas,
pero ya no había vuelta atrás. En el 2011 (¿y cómo íbamos a saber esto en el
2009, cuando conversamos al lado del cenicero, cuando nos juntamos en el San
Borja?) formamos junto a otres compañeres una organización feminista en nuestra
facultad, sin mucha más teoría que la que nos había entregado la práctica.
Paralelamente, comenzamos a participar activamente en la política de la
facultad, cosa que hasta entonces no habíamos hecho sino de manera esporádica.
Lo demás llegó solo y sin avisar: las extensas movilizaciones estudiantiles, los
talleres en colegios, las experiencias con otras organizaciones, la renuncia
del Luis a su carrera (que importó pero no tanto porque ya no había vuelta
atrás), un 2012 complicado (aunque ya no había vuelta atrás) y un 2013 en el
que, estando en momentos muy disímiles de nuestras vidas, nos reencontramos en
la militancia como compañeros en una incipiente organización.
Han cambiado varias cosas desde el lejano 2009.
El pasto que nos cobijó por primera vez está cruzado desde hace unos dos años por
construcciones del Proyecto Bicentenario, y Calama dejó de existir. No sé qué
será del San Borja, pero supongo que los fanáticos de Harry Potter ya no se
juntan a hacer magia ahí, y desconozco si los zorrones de la FEN siguen
trotando por el parque. Para bien o para mal, ninguno de nosotros dos continúa
estudiando en Filosofía. Para bien o para mal, ninguno de los dos nos parecemos
a lo que fuimos en el 2009. Para bien o para mal, seguimos siendo amigos. Pero
además somos compañeros, feministas, soñadores, antiimperialistas, libertarios.
Y sin embargo, yo nunca me voy a olvidar (más bien, nunca me quiero olvidar) de
esos dos cabros chicos que se encontraban esporádicamente en los pasillos de
Filosofía, que no teniendo idea de nada y a partir únicamente del tacto
llegaron hasta acá, donde ya no hay vuelta atrás y donde sólo queda seguir
cambiando y seguir luchando. “Al fin y al cabo”, dice el viejo Galeano, “somos
lo que hacemos para cambiar lo que somos”.
5 de enero de 2014