Invádeme. Invádeme como la brisa invernal que se cuela por las rendijas de la puerta (y la estufa no sirve, porque la brisa entra igual), y que postra a las abuelitas en una cama-camita-camilla-camarote-camarón con cuarenta de fiebre. Invádeme como el haz de luz que destrona a la inquietante paradoja negra; como el haz de luz blanca que se torna amarilla que se torna roja que se torna verde que se torna pasto que se torna girasol que se torna tornasol que se torna tornado que se torna viento que se barlovento que se sotavento que se torna brisa. Luz que se torna en brisa, brisa que se torna en luz. Brisa y luz que invaden una casa, la casa del corazón, que la invaden y la colman y la vacían hasta dejarla sin sangre, porque la sangre y el amor no caben en el mismo corazón y menos cuando me invades, así que la sangre huye despavorida por las arterias de la capital cardiovascular colapsada por el Transangrentiago.
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