lunes, 26 de enero de 2009

Difusa

Clara se sienta. Ocasionalmente mira el reloj (comprado en la feria) que descansa en la pared. El tic-tac la pone nerviosa, las manillas que no avanzan demasiado (pero no es que transcurra poco tiempo; tal vez es la pila o alguna otra anomalía típica de los relojes de feria). Luego de un rato suele levantarse y correr hasta el baño, lugar en donde comienza su ritual, que consiste en darse cabezazos frenéticamente contra el espejo que está sobre el lavamanos. A veces el espejo se quiebra, a veces no. Cuando se quiebra, Clara observa horrorizada cómo los pedazos vuelven a su lugar como si nada hubiese pasado. Comúnmente, luego de esta clase de episodios siente como si la clavaran en la cruz, o tal vez algo menos intenso y melodramático, y va amodorrándose poco a poco, hasta caer de bruces al suelo. Entre dos desconocidos la levantan y la depositan en su cama.
Al día siguiente, por lo general amanece un poco adolorida, y un poco sorprendida al constatar que el living ahora es Marte, y que el espejo del baño ha sido reemplazado por una boletería, que sus piernas flaquean debido a la inyección de alguna sustancia estupefaciente (pero eso ella no lo sabe), y que producto de ello siente un dolor más o menos punzante en la nalga derecha.

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